Llegó y vio
el mar. No le importó el cansancio ni el absurdo atasco. Absurdo, porque parece
que l
os que habitamos en Madrid tenemos que escapar con una frecuencia marcada por cualquier lapso de tiempo que supere más de un día. No hay cuidado, se repite mil veces el desplazamiento en masa de “los hijos del agobio”.
Como decía:
Vio el mar y el mar le vio a él, se dijeron “hola” a su manera, cómplice y
canalla al mismo tiempo. Sin amores y sin odios, pero unidos por los recuerdos
a modo de cadenas que ni el tiempo ni las circunstancias son capaces de romper
porque no quieren ser rotas. Abrió su camisa discretamente porque así le
gustaba a ella. El pecho amplio y acogedor como un salón con chimenea en un
invierno frio. Respiró con profundidad para no ahogarse como un pez fuera del
agua.os que habitamos en Madrid tenemos que escapar con una frecuencia marcada por cualquier lapso de tiempo que supere más de un día. No hay cuidado, se repite mil veces el desplazamiento en masa de “los hijos del agobio”.
Miró a su niña, ya no tan niña. Miró el mar, ya no tan misterioso ni tan guardián del pasado, y se miró en el espejo del alma de sí mismo para volver a dejar caer una lágrima en su honor. Una gota para alimentar recuerdos imborrables. Y, como cada sábado, a aquella lágrima la siguieron otras, cálidas e intangibles, no conscientes sabedoras de que la niña le observaba. Y, en cada lágrima, se reflejaron de repente todas las playas compartidas. El sol, mojado de lágrima de aquel hombre, subió a lo alto para cegarle la melancolía, pero hombre es el hombre y amor es del que ama.
Viéndole, me parece el ser más hermoso de esa playa. Me parece desnudo, flexible y dispuesto a seguir adelante nadie sabe dónde, cuando, por qué ni cómo.
De repente,
el hombre grita un nombre con voz profunda, gutural, un tanto desgarrada, y
calla al viento y a las olas. Calla al universo entero, al que mataría si
encontrase en él un poquito de culpa de ninguna de sus culpas. Todo se detiene,
el tiempo viaja hacia atrás y hacia adelante en un juego cuántico, y el hombre
abre sus brazos para abrazar su vacío.
El hombre
vuelve en sí cuando la niña le reclama para darse juntos un baño. Se va el Dios
que fue para ella y vuelve el hombre, llorando aún, pero feliz de compartir ese
mismo mar con la niña. Se vuelve envuelto por la espuma compartida hace tantos
años. Se fue y vino, mi querido amigo, en diez minutos de gloria de ser hombre,
amor y espuma de mar.